Si se dice que el mundo moderno sufre una crisis, lo que se entiende por eso más habitualmente, es que ha llegado a un punto crítico, o, en otros términos, que una transformación más o menos profunda es inminente, que un cambio de orientación deberá producirse inevitablemente en breve plazo, de grado o por la fuerza, de una manera más o menos brusca, con o sin catástrofe. Esta acepción es perfectamente legítima y corresponde a una parte de lo que pensamos nos mismos, pero a una parte solo, ya que, para nos, y colocándonos en un punto de vista más general, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para el mundo un periodo de crisis; parece por lo demás que nos acercamos al desenlace, y es lo que hace más posible hoy que nunca el carácter anormal de este estado de cosas que dura desde hace ya algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían sido aún tan visibles como lo son ahora. Es también por eso por lo que los acontecimientos se desarrollan con esa velocidad acelerada a la cual hacíamos alusión primero; sin duda, eso puede continuar así algún tiempo todavía, pero no indefinidamente; e incluso, sin poder asignar un límite preciso, se tiene la impresión de que eso ya no puede durar mucho tiempo.