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Beeklam es un misántropo solitario que vive en un sótano de Amsterdam rodeado de estatuas. Son sus estatuas de agua, habla con ellas y evoca los recuerdos de su vida: una infancia perdida y la dependencia de un padre que un buen día, por fin, decidió abandonar para irse a comprar las estatuas con las que ahora pasa las horas. No está solo del todo, en realidad: comparte el exiguo espacio de sus silencios con Victor, su criado, con el que tiene una especial afinidad, quizá porque le recuerda a Lampe, el también extraño sirviente de su padre: todos ellos son figuras que han renunciado a una parte significativa de la vida, tanto en experiencias como en relaciones, y sobre todo en lo que se refiere al consumo y utilización del tiempo. Son personajes terminales, que han empezado tarde a vivir y a los que ya sólo les queda morir. Beeklam sale poco de su refugio, normalmente de noche, y una de esas escapadas será, un buen día, la definitiva. Dejará atrás sus estatuas en su «fortaleza de la soledad» y acabará recalando en un pabellón vecino a una escollera en el que vive Katrin, la mujer completamente opuesta ùy complementariaù a sus deseos: ella es joven, casi infantil, apenas ha empezado a vivir, es un extraño reflejo de un mundo paralelo. Las estatuas de agua se publicó originalmente en 1980 y es uno de los libros más extraños y personales de Fleur Jaeggy, una cumbre de su estilo: las palabras viven aquí una vida selvática y asocial, como los seres de los que nos hablan. Un desolado laconismo hace emerger y desaparecer en pocas líneas retratos, lugares, voces y afiladas gavillas de historias. Y la continua disociación, la obsesión de los fantasmas, la ironía envolvente y la desesperada euforia son huellas de esa imaginación vagabunda que tuvo su nacimiento simbólico, como han apuntado algunos críticos italianos, en esa cumbre de la literatura del cansancio y el desapego a la vida que fue el Lenz de Georg Büchner.