A Tirso de Molina, "primer poeta trágico de España" (según K. Vossler), se debe sin duda la más variada galería de perfiles psicológicos del teatro del Siglo de Oro. Las más sutiles e intensas pasiones del alma humana, analizada en sus repliegues más recónditos, se ven encarnadas en una serie de personajes inolvidables, que nos muestran toda la gama de sentimientos que va de la timidez erótica ("El vergonzoso en palacio") a la pasión intelectual ("El melancólico"), de la sublime amistad ("Cómo han de ser los amigos") a la metafísica de la razón de Estado ("La prudencia en la mujer"), culminando todo ello en el eterno conflicto hispánico entre la honra y el amor ("El celoso prudente") y en el frenesí galante de "El burlador de Sevilla", cuya inmortal y turbulenta silueta iba a inspirar a tantos poetas y artistas dentro y fuera de España. En su "Laurel de Apolo" (1630), Lope pudo calificarlo de "Terencio español... tan docto como culto", refiriéndose al dramaturgo divertido, sin prestar mucha atención a sus cualidades de poeta. Pero, entre el desdén de algunos críticos y el entusiasmo de otros, cabe un juicio ponderado. Tirso es, en efecto, poeta, y poeta lírico, con afortunados momentos de logro estético en su obra de ducho artesano teatral. Dichos momentos, aunque suficientemente variados para mostrásnosle como exquisito artista, no son, sin embargo tan numerosos como los que menudean en la obra escénica de un Lope o un Calderón. Tirso aparece, al lado de ambos titanes, como un "poeta menor", sin que tal definición entrañe menosprecio alguno, y es indudable que al cabo de más de tres siglos de su muerte su obra ofrece sobre todo un interés histórico, más que exclusivamente literario. Se trata de un precioso documento que nos permite bucear en la sociedad española de su tiempo, ser testigos de sus costumbres, su vivir cotidiano, sus gustos, sus ideas, sus pasiones, su psicología, en una palabra, su perfil físico y moral.

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