Este volumen contiene la sustancia de varios discursos predicados a mi congregación en los meses de primavera y verano de 1887. El tema es muy elevado y espiritual; y ciertamente siento como si debiera una disculpa por haberme comprometido a tratarlo, al menos en esta forma. Pero tengo algo que decir en mi favor. En verdad puedo decir que he disfrutado mucho en el estudio privado de esta porción de la Palabra divina, así como en su exposición pública desde el púlpito. Algunos de los manuscritos cayeron en manos de amables amigos, que también eran jueces muy competentes; la lectura de estos discursos fue seguida de una ferviente petición de que toda la serie apareciera en forma permanente; y con razón o sin ella, he sido inducido, después de muchas vacilaciones, a consentir. Pero un ministro cristiano debe considerar que es una razón suficiente para aparecer en el carácter de autor -en todo caso, debe ser suficiente para su propio pueblo- si puede decir verdaderamente con Pedro, y en cierto modo con el mismo espíritu: "Además, procuraré que después de mi muerte podáis tener siempre presentes estas cosas".
Se verá a primera vista que habría sido totalmente incoherente con el carácter y el objetivo de una obra escrita en circunstancias como las que he indicado, cargar sus páginas con los nombres de autoridades críticas. Mi simple objetivo ha sido averiguar, por medio de las mejores ayudas que Dios había puesto a mi disposición, la mente del Espíritu para mí mismo, y luego exponerla de la manera más clara, sencilla y contundente que pude.
Al terminar la exposición de estos capítulos, me invade un tinte de tristeza y pesar, al pensar en cuán gloriosa porción de la verdad divina se ha repasado y, sin embargo, ¡ay! cuán poco se ha hecho de ella. Con todo el campo de la revelación ante nosotros, ¿podemos esperar volver a encontrar una mina tan rica? Y, sin embargo, sería una mera afectación por mi parte ocultar que creo haber indicado, con cierta claridad, las sucesivas líneas de pensamiento. Puedo afirmar, además, que mi objetivo en todo momento ha sido sugerir una reflexión, más que agotar un tema.
Y ahora, si sólo puedo esperar que este volumen sea tan útil a otros corazones en la lectura, como al mío en la escritura, me consideraré ampliamente recompensado por mi labor. Que el Consolador, el Espíritu de verdad, tan frecuentemente prometido en estos capítulos, use este pequeño libro para la conversión de los no renovados, y para la edificación y consuelo del cuerpo de Cristo, y él tendrá la gloria.
Charles Ross, 25 de abril de 1888