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El planeta azul se acercaba poco a poco, cada vez más grande a la vista, mientras que la distancia entre el cuerpo celeste y la nave disminuía. Inanna escuchó pasos detrás de ella, y se volvió para ver a Aruru. La apariencia de Aruru era bastante atractiva, con su cabello dorado que contrastaba con sus grandes y brillantes ojos verdes; a pesar de ellos, Aruru prefería vestir ropa modesta en tonos poco llamativos. -Aterrizaremos dentro de poco, Inanna -dijo con entusiasmo-. ¡No puedo esperar para llegar a nuestra colonia! Aruru era optimista por naturaleza. El largo tiempo transcurrido a borde la nave espacial, en un ambiente tan reducido y con las mismas personas, no parecía tener ningún efecto en ella. Por su parte, Inanna se sentía bastante cansada; ya no soportaba mirar las mismas caras, estaba harta de la monotonía de la comida, y Dumuzid había sido insoportable últimamente. La belleza pelirroja pensaba cada vez más que los próximos cien años, o incluso podrían ser doscientos, tendría que pasarlos en la Tierra, desprovista de los beneficios y comodidades a las que estaba acostumbrada. Inanna se preguntó cuál era el entusiasmo de sus tías; parecía que el tiempo en la nave solo había servido para aumentar su entusiasmo en su próxima investigación, pues siempre las encontraba hablando sin cesar. A veces a Inanna le parecía que sus tías simplemente estaban obsesionadas con la ciencia. -Sí, ya falta poco... -confirmó Inanna. Dirigió su mirada hacia Lahar y Ashnan, que habían aparecido en la habitación. Eran tan similares como dos gotas de agua, con el cabello amarillo como el trigo y ojos grises. A la mayor, Ashnan, le encantaba adornar su cabello con horquillas de flores frescas y espigas; mientras que la menor, Lahar, prefería arreglar el suyo con dos trenzas y pasarlas por encima de sus orejas, lo que le recordaba un poco a los cuernos de las ovejas. Aunque Inanna nunca había estado en el Planeta Azul, había oído hablar mucho de él gracias a sus padres, al abuelo Enki y a su hermano mayor Utu, lo que, en conjunto, le ayudó a formarse una idea de que los habitantes de aquel planeta eran como criaturas primitivas. Supuso que venerarían a sus tías con base en sus ocupaciones: a Ashnan como la diosa del grano por su dedicación al estudio y mezcla de plantas, y a Lahar como diosa del ganado, porque criaba con entusiasmo nuevas especies de animales. Por último, pensó que ella misma sería más bien venerada como la diosa del amanecer, el alba, o algo relacionado con el sol por la tonalidad de su cabello rojo. Inanna aún no sabía lo acertadas que resultarían sus conjeturas, o que las mujeres de Mesopotamia se teñirían el cabello con alheña para obtener un tono rojizo. Las mujeres anunnaki hablaban con entusiasmo sobre la ciencia, empleando varias palabras difíciles de pronunciar. Inanna se sentía terriblemente molesta, sobre todo cuando estalló la incontenible energía de las gemelas. -¡Y yo no puedo esperar para por fin poder salir de esta jaula! Quiero respirar un poco de aire fresco... -pensó Inanna irritada. Sin embargo, sonrió amablemente a sus tías. Después de algún tiempo, la paciencia de Inanna fue recompensada cuando el carruaje celestial comenzó a descender a la Tierra. El lugar de aterrizaje fue el techo de un zigurat construido especialmente para este fin, situado entre los ríos Tigris y Éufrates. Cerca de allí estaba la ciudad de Uruk, y el zigurat estaba rodeado por una alta muralla de piedra que protegía a la ciudad. Debido a que los habitantes de la ciudad acudían a menudo a adorar el sitio donde las deidades descendían a la Tierra con sus carruajes celestiales, algunos eran tan afortunados como para ver a las deidades con sus propios ojos. En la superficie del disco volador dorado se abrió un pasillo, del que salió lentamente una escalera. Los viajeros celestiales descendieron por ella hasta tierra firme.