Mientras comentaba el Salmo ciento diecinueve, entré en íntima comunión con Thomas Manton, quien ha disertado sobre esa maravillosa porción de la Escritura con gran plenitud y poder. Sus obras ocupan veintidós volúmenes en la reimpresión moderna, una poderosa montaña de sana teología. Consisten principalmente en sermones, ¡pero qué sermones! No hay un discurso pobre en toda la colección: es constantemente excelente. Los ministros que no conocen a Manton, no necesitan preguntarse si ellos mismos son desconocidos.
He aquí, pues, un hombre cuyas figuras serán seguramente utilizables por el predicador serio que ha renunciado a los adornos de la retórica, y no aspira a otra cosa que al beneficio de sus oyentes. Me pareció que valía la pena recorrer un volumen tras otro, y marcar las metáforas; y luego decidí completar la tarea seleccionando todas las mejores figuras de la totalidad de las obras de Manton. Así pues, limpié su casa de todos sus cuadros y los colgué en marcos nuevos de mi propiedad. No le robo, sino que le bendigo dándole otra oportunidad de hablar.
Para que este pequeño libro sea más aceptable para todos, le he dado una forma un tanto devocional, utilizando las figuras de Manton como textos para breves meditaciones: espero humildemente que esto pueda ser provechoso para la lectura en la cámara del culto privado.
La segunda mitad de la obra la compuse en los jardines y olivares de Mentone, donde fue un placer meditar y componer. ¡Cómo me hubiera gustado inundar mis frases con la luz del sol de aquella encantadora región! Así las cosas, he hecho todo lo posible por evitar la monotonía y procurar la edificación. Si una sola verdad práctica se ve más claramente a través de mis esfuerzos, estaré agradecido; y doblemente si otros son ayudados a hacer su enseñanza más llamativa. Seremos altamente favorecidos si el bondadoso Maestro acepta nuestro servicio, y nos concede la conciencia de esa aceptación; más felices aún si podemos esperar oírle decir: "¡Bien, buen siervo y fiel!"
Que todos mis lectores reciban una bendición tan grande es la ferviente oración de su agradecido servidor,
C.H. Spurgeon, Westwood, enero de 1883.