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El Guadalquivir o Río Grande, conocido antaño como Betis, es un río de no mucha agua y pendiente superior a la recomendada para la navegación, salvo en su parte final, desde poco antes de Sevilla, cuando en realidad se funde con el mar y las mareas se hacen sentir a diario. Mide sólo 657 km. El apelativo de Grande con el que le conocieron los árabes sin embargo lo tiene más que merecido porque, pese a sus limitaciones, fue siempre una vía de comunicación del sur de la Península Ibérica entre regiones dotadas por la naturaleza de gran riqueza tanto en su suelo como en su subsuelo. Con un clima idóneo para cultivos importantes para el hombre, sobre todo el olivo, en sus orillas existieron grandes menas metálicas, de plata y cobre sobre todo, que atrajeron desde muy temprano la atención de los pueblos desarrollados del Mediterráneo que las solicitaban. La civilización avanzó por ello en estas tierras antes que en cualesquiera otras de extremo Occidente, entrando en el campo del mito (Tartessos). La unidad lograda desde el siglo II a.C. por el dominio romano, en su primera expansión imperial fuera de Italia, dimensionó la explotación de las riquezas de la zona e invitó, con el paso del tiempo, a que se fueran haciendo navegables de forma continua los tramos del río que se situaban entre Sevilla (Hispalis) y Córdoba, unos 200 km, así como la porción de su afluente Genil que se extiende entre Écija (Astigi) y Palma del Río, otros 30 km. Las obras de ingeniería, que se estudian aquí, tendieron a fijar el cauce y contener la corriente mediante diques, al tiempo que se lograba retener el agua en el álveo en las épocas de escasez. Estos trabajos costosos se justificaban porque el transporte naval era mucho más barato que el terrestre y permitía una mayor capacidad de abastecimiento en los puntos exigidos, como podían ser Roma o los campamentos legionarios del Imperio, adonde llegaban los productos del valle del Guadalquivir. Ello exigía, a su vez, una precisa administración que también se considera en esta obra. La navegabilidad se procuró mantener hasta que la aparición del ferrocarril abarató enormemente los costos del transporte interior, cosa que no sucedió hasta mediados del siglo XIX.